La cercanía y el
compartir con los pobres (desde experiencias diversas en el Tercer Mundo, en acogidas
de Cáritas, en la opción por vivir en un barrio obrero, desde el contacto con
ancianos en residencias, transeúntes….) descubrimos un rostro nuevo, de los
pobres y de la pobreza.
Los pobres nos
interpelan. Sin caer en idealismos, descubrimos en la vida los pobres importantes
interpelaciones: en su mayor capacidad para compartir, en su mayor apertura, su mayor “naturalidad” a la hora de afrontar sus
problemas (al rico le cuesta más mostrar sus problemas y los oculta, le
preocupa más la imagen), su visión el mundo, su sentido de libertad… y nos
enseñan que se puede vivir con menos y con más austeridad; que con pocas cosas
se puede vivir bien y ser feliz. Nos ayudan a cuestionarnos acerca de nuestro
nivel de consumo:¿realmente necesito esto?, ¿de verdad es una necesidad?
Y, sobre todo,
nos interpelan a través de la conciencia
de su propia dignidad, por eso, lo que más valoran es que se respete su
dignidad, y lo que más les duele es que se les humille en su dignidad, que se
les desprecie, ya que quedan reducidos a un don nadie, a gente sobrante.
Por eso, la
presencia de los pobres es necesaria en la iglesia y en la sociedad. Pero más
aún, es necesario su protagonismo, pues son ellos quienes pueden liberarnos, ya
que no solo nos interpelan, sino que los pobres nos hacen cambiar, y nos
enseñan algo fundamental y que es el culmen de la salvación: que todo lo que
tenemos es pura gracia; que el comienzo de nuestra vida, así como el de nuestra
salvación, nos ha sido dado gratis. Y aprendemos con ellos que el principio de
esta salvación no es la propiedad, ni el derecho… si no el aprender a recibir, algo
que cuesta, porque implica sentirnos necesitados, sentirnos pobres…
Esto es, implica
ir a contracorriente de lo que es habitual en nuestra sociedad, donde el ser se
confunde con el tener; donde la felicidad se identifica con el consumo… Una
sociedad en la que el dinero tiene un gran poder de seducción, y que repite
hasta la saciedad: si tienes más será más y podrás ayudar más…; incluso en los
ambientes eclesiales se afirma que con
más recursos evangelizaremos mejor, olvidando que se trastoca de manera
sustancial la relación con el pobre. Todas
estas promesas del dinero sólo impone una limitación: no criticarás al dios
dinero.
Una gran
tentación que no es fácil discernir, pues está totalmente incardinada en
nuestra vida cotidiana, en la que el dinero invade y contamina casi todo: la
promoción humana se interpreta como ganar dinero y como más responsabilidad y
más participación; una profesión buena es la que se gana mucho dinero, y no en
la que se ejerce como vocación de servicio;… Una vida que permanentemente nos
empuja al enriquecimiento y a situarnos al lado de los ricos, alejándonos de
los pobres, vistos como fracaso. Esto es, nuestra vida cotidiana está llena de
llamadas a hacer alianzas con el dios dinero, un dios que es irreconciliable
con el Dios cristiano.
Conviene recordar
que cuando falla la seducción, el miedo y la violencia son las otras grandes
armas del sistema al servicio del dios dinero. Cuando no te dejas seducir se
recurre a hacerte la vida imposible, negándote los derechos, privándote de
recursos, incluso de la libertad.
Y no es extraño
que el dios dinero y sus apóstoles tengan miedo a la gracia. Pues si descubrimos
que lo que tenemos nos es dado, entonces no tiene sentido el derecho a la
propiedad privada; el sentido de nuestras vidas será el de ser buenos
administradores de todo lo que hemos recibido. Si yo tengo más cualidades, es
para ponerlas al servicio de los demás, no para aprovecharme, enriquecerme o
trepar a costa de los demás… Tendrá que cuidad de la vida, de la propia y de la
de todos, de la naturaleza… Todo lo que tenemos es recibido y lo contrario es
vivir en la mentira y el engaño.
Desde esta clave,
hacemos una nueva lectura de la realidad actual y, cuando vemos las grandes
diferencias, por ejemplo de salarios, de oportunidades… tenemos que concluir
que es un robo, a la sociedad, a los demás. San Ambrosio decía que lo que te
sobra no te pertenece: “el pan que tú guardas pertenece al hambriento. Los
vestidos que tienes en tu cofre, al desnudo. El calzado que se pudre en tu
casa, al descalzo. El dinero que atesoras, al necesitado” (San Basilio, Homilía
sexta, PG 31, 277). Y esto es así porque Dios ha dispuesto que el progreso
humano haga posible en cada época que todo hombre tenga, a partir del trabajo y
la naturaleza, lo necesario para una vida digna. Pero el acaparamiento
excesivo, lo superfluo, y el dispendio tienen siempre razón de injusticia.
Por eso, tenemos
que aprender a prevenir y evitar la enfermedad del rico, consistente en
acumular y no compartir lo que se tiene (sea poco o mucho) y por la que los
ricos y poderosos se aprovechan de lo que no es suyo; y la forma de lograrlo es
asumir como actitud básica el no aferrarse a nada de esta vida.
Y para lograr resistir
a esa feroz seducción del dinero sólo hay una solución, la que nos enseña S.
Francisco de Asís: dejarse seducir por el crucificado, y aunque no es fácil,
podemos seguir el camino que nos enseñó el propio Jesús: ir a los pobres sin
superioridad, sin complejo de salvadores… ir a estar, a recibir la fuerza de
los pobres, desde el crucificado. Así podremos vencer también nosotros las
grandes tentaciones que, a menudo, se esconcen detrás de ese complejo de
salvadores y liberadores, que tan peligroso resulta; ya que el proceso es justo
al revés, de los pobres recibimos luz y salvación.
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