Mariano Berges, profesor de filosofíaArtículo aparecido en “El Periódico de Aragón” en fecha 2-2-13
Ahora
más que nunca se generaliza la impresión de que es todo el sistema político el
que está afectado, que la corrupción forma parte de la cultura política del
país y que, por tanto, la desafección ciudadana está más que justificada. Si a
ello añadimos el contexto de crisis y sufrimiento, la corrupción es un barril
de dinamita que puede hacer estallar al propio sistema democrático que tanto
esfuerzo ha costado a este país.
Posiblemente el principal problema de la corrupción en España es que no
está reconocida con la gravedad penal y con la trascendencia social que debiera.
Tiene más ruido mediático que consecuencias para los delincuentes. He leído en
algún sitio que un fiscal afirmaba que “la corrupción política es crimen
organizado”, y realmente tiene muchas de sus características: actuación en
grupo, gravedad de la acción, blanqueo de dinero, influencia política… Y como
tal hay que atacarla hasta extirparla, especialmente
en sus dos campos fundamentales: el urbanismo y la contratación pública de
obras. Por ejemplo, acabar con el abuso del concurso frente a la subasta en los
contratos de obras, con el pretexto de criterios cualitativos en la elección. La
corrupción es mucho más grave de lo que pensamos. Ya hace muchos años, el pensador
y periodista francés J.F. Revel
explicaba en su ensayo “El conocimiento inútil” que la causa del retraso de los
países africanos no era el colonialismo
ni las multinacionales explotadoras ni la falta de instrucción de sus
habitantes, sino la enorme corrupción y opacidad de sus élites gobernantes (por
cierto, todos ellos graduados en las mejores universidades del mundo), que
posibilitaban y se aliaban con los corruptores para su propio beneficio.
Muchas son las
causas de la corrupción en España y todas sobradamente conocidas: desde la
deficiente y opaca ley de financiación de los partidos hasta la
irresponsabilidad en la gestión de los recursos públicos. Casi nunca se suele
citar la incompetencia, que también es otra forma de corrupción. Ocupar un cargo
público sin tener capacidad es grave responsabilidad de quien lo pone y del que
lo acepta. Y va a posibilitar, aunque sea inconscientemente, todo tipo de
errores y corruptelas.
Pero también en la lucha contra la corrupción hay que matizar. Hay que
ser menos categóricos y más eficaces. En
todos los sistemas políticos hay corrupción, ya que es algo consustancial con
la política. Que la corrupción ocupe mucho espacio en los medios y genere gran rechazo
social es positivo, pues significa una mayor sensibilidad social y una mayor movilización
en contra. Pero esto solo no es suficiente sino que hay que elaborar leyes que
regulen la actividad interna de las instituciones y de los partidos políticos.
Lo que causa más rechazo no es tanto los distintos casos que afloran en los
medios sino los pocos indicios que se observan en su neutralización. ¿Para
cuándo una ley de Transparencia realmente eficaz? Debería ser objetivo urgente
de todos los partidos políticos. ¿Para cuándo una ley de Partidos Políticos que
les obligue realmente a ser democráticos y transparentes, interior y
exteriormente? El sistema actual no se va a regenerar de manera endógena.
¿Quién se hace el harakiri voluntariamente? Actualmente, la opacidad y
cooptación son instrumentos fundamentales de los partidos, y sus dirigentes
constituyen una barrera difícil de traspasar. Debe ser la presión social y la
de los propios militantes la que obligue a los dirigentes a ser más
democráticos. Porque la corrupción es eso, déficit democrático. Y ser militante
de un partido no debe equivaler a ser un “hooligan”.
En España sabemos
lo que ha pasado. No es cierto que estemos secuestrados por la corrupción, como
algunos proclaman. Es cierto que existe un alto grado de corrupción entre las
élites de todo tipo que dirigen este país. Eso es indiscutible. Pero sabemos
cuál es el origen: la especulación inmobiliaria, la “necesidad” de los partidos
para financiarse y el ansia de enriquecimiento desmedido de algunos dirigentes.
Es eso lo que hay que destruir y no a la clase política en su conjunto. El
momento actual de deterioro en España me recuerda mucho a la Italia de los años
ochenta y noventa (Tangentopoli se
llamaba en el argot periodístico), que acabó con el Partido Socialista Italiano
y la Democracia Cristiana. Con una diferencia: en Italia las cárceles estaban
llenas de políticos y mafiosos, en España no. Pero, cuidado con el populismo, luego
aterrizó Berlusconi, puro populismo
hortera, mafioso e ineficiente. La regeneración democrática demanda más y mejor
política.
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