“Son tiempos donde todos están contra todos, donde nadie escucha nadie, tiempos egoístas y mezquinos donde siempre estamos solos” Fito Páez

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jueves, 24 de enero de 2013

LA CORRUPCIÓN PÚBLICA

Mariano Berges, profesor de filosofía
Artículo aparecido en “El Periódico de Aragón” en fecha 19-1-13
En el breve tiempo transcurrido de 2013 han aparecido en los medios de comunicación muchísimos casos de corrupción pública: casos Pallerols, Díaz Ferrán, Baltar, Güemes, Rato, las cuentas suizas de Bárcenas y su redistribución entre los jefes del PP, las cuentas y negocios de los Pujol... Habiendo dejado atrás el gravísimo asunto de los ERE andaluces, la trama Gurtel y los pelotazos urbanísticos de los años 90 y primera década del actual siglo. Me planto aquí para no aburrir y tener espacio para la reflexión.
La corrupción se da en España en todos los sectores y de todos los colores. Y no es de ahora sino de siempre. Ya Séneca decía que «La corrupción es un vicio de los hombres, no de los tiempos». La corrupción puede ser privada (cualquier comportamiento desleal, incluido el no trabajar) o pública (el político y/o funcionario que recalifica especulativamente un solar para beneficio particular). Lógicamente es la corrupción pública la que tiene mayor repercusión, al utilizarse perversamente los instrumentos públicos por parte de quienes tienen encomendada la tarea de administrarlos adecuadamente. Son innumerables las veces que se ha intentado neutralizar la corrupción pero con poco éxito. A veces, incluso, se complejiza tanto el procedimiento administrativo que el resultado es la demora de los actos administrativos sin conseguir avances significativos en la transparencia final. Un ejemplo es la actual Ley de Contratos. Los que tienen medios violan la ley, sea sencilla o compleja.

Y es que la mera modificación de normas y leyes no funciona sin una ética política que sea el principio rector de los actos públicos. Y quien verifica la ética es el pueblo soberano. Pero no nos engañemos, la ética política es ética pública, mucho más compleja que la ética privada. Y sobre esta cuestión, ha sido Maquiavelo quien mejor ha teorizado planteando el conflicto que puede surgir entre la moral que conviene a la vida privada y la que conviene a la vida pública, que no siempre coinciden. “El fin justifica los medios” es una de las expresiones más citadas, y también una de las más manipuladas y tergiversadas. Ciertamente existen “razones de Estado”, aunque no hay que abusar de ellas. No es fácil parametrizar la ética pública.
Observamos con preocupación que no se percibe ninguna actitud firme para acabar con la corrupción pública. Es más, la percepción social de la corrupción por parte de los españoles es de bastante comprensión. Algo así como “qué haría yo si tuviese esas oportunidades y creyese que no me iban a pillar”. Tenemos un amplio refranero español que comprende y ampara ese tipo de debilidades humanas. Además, los grandes corruptos crean la opinión de que todo es igual y que todos somos iguales, las pequeñas corruptelas y los grandes pelotazos. Y, con frecuencia, los medios generalizan y estandarizan todo tipo de “debilidades”. Incluso, con muchísima frecuencia (casi siempre), las pequeñas corruptelas o delitos son ilegales y debidamente castigados, mientras que las grandes corrupciones son legales o prescriben o son anuladas por pruebas ilegales o son ventajosamente negociadas con la fiscalía. Siempre ha habido clases.
La gente poco analítica suele condenar mayoritariamente la corrupción política, frente a otros tipos de corrupción, pero hay muchas corrupciones que no son políticas y pasan desapercibidas. Por ejemplo, es cierto que el político dirige, pero es el funcionario quien provee los procedimientos y elabora las propuestas de resolución y debe velar por la observancia del principio de legalidad. Los que hemos gestionado públicamente sabemos que «no hay políticos corruptos sin funcionarios permisivos».
¿Qué hacen los partidos políticos para atajar la corrupción pública? Poco o nada. Al menos, hasta ahora, no ha habido avances significativos. Ni siquiera han sido capaces de apartar de sus listas o puestos públicos a aquellos sobre los que hay indicios serios y graves de su conducta delictiva o poco ética. Apelar al “principio de la presunción de inocencia” no deja de ser muchas veces una excusa para no cumplir con el principio ético de todo representante público. Porque si esperamos a una sentencia firme, la dilación temporal se convierte en un premio para los delincuentes con medios suficientes para recurrir una y otra vez hasta llegar a la prescripción o “negociación formal con la fiscalía”. Y esto, en medio de la crisis que nos rodea, genera desafección, si no indiferencia y apatía, que es mucho más grave.

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