Rechina que una persona pueda ser declara inviolable, tanto
en su acciones públicas como privadas. Es reconocerle carta blanca para
delinquir, sin que nada pase. Así declara la Constitución Española al Rey,
revistiéndole de un carácter de intocable que echa por tierra cualquiera de los
principios de la democracia, y sus tan tatareadas banderas de transparencia,
rendición de cuentas….
Si mal está que la constitución reconozca ese carácter al
rey en ejercicio, que más bien parece un continuum
de aquella aciaga y abominable coletilla de “caudillo de España por la gracia de Dios”, peor aún, que ese
derecho se extienda se extienda al rey emérito y su familia, mediante la figura
de su aforamiento, y se haga por la puerta de atrás; además, que lo haga un
partido salpicado hasta las cejas por casos de corrupción.
Pero estos privilegios no se detienen en una monarquía
inexplicable en el siglo XXI, y que como dijera en su día Lluís Maria Xirinacs,
es una cuestión de un espermatozoide en busca de un óvulo; si no que se
extienden a toda la clase política, bajo la fórmula de aforados y que, como
acabamos de ver con el máster de Casado, impide que dichos políticos reciban de
la justicia el mismo trato que cualquier ciudadano. Ese trato discriminatorio,
por una justicia que es nombrada y rinde pleitesía a los políticos, también a
los que juzga, es otro socavón terrible en la esta democracia liberal que ha
perdido el oremus. Cabrían muchas
referencias a esta connivencia entre el poder ejecutivo (en un sentido amplio)
y el poder judicial, a la mentira que se esconde tras la cacareada separación
de poderes. Algo de dominio público y sobre lo que no cabe echar más leña al
fuego, a fuer de seguir alimentando una apatía e indiferencia de tantos
ciudadanos que parece inclinarles a buscar seguridad en opciones que parecen
rememorar los fascismos que tan deleznable huella dejaron en la historia
reciente.
Hay castas que en el pasado disfrutaban de un poder casi omnímodo,
como los médicos, los clérigos… que empiezan a ver cómo tienen que hacer frente
a sus responsabilidades y errores. Sin embargo otros persisten y, todo parece
indicar, que lo hacen para proteger a las élites, no sólo a la política, sino
sobre todo a la económica, de la que aquella actúa como escudera.
Así las cosas, nuestras sociedades lejos de regirse por las
leyes de la democracia, se rige por una ley del embudo, en la que lo estrecho
es para la ciudadanía y lo ancho para unos cuantos que son los que se libran de
la justicia, de los recortes… Unos se empobrecen, en tanto que otros se
enriquecen…
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