Traducción libre del artículo de Josep Maria Vallès. Catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona, aparecido en la revista Treaball (http://revistatreball.cat/igualtat-i-corrupcio/)
Con el nuevo año judicial se pondrá en marcha la última fase
de algunas causas importantes sobre corrupción política que han marcado los
últimos años. Es una fase de conclusión que llega con mucho retraso desde la
perspectiva de una ciudadanía que desconfía de los mecanismos judiciales y que
interpreta esta lentitud como una táctica deliberada para pasar por alto la
gravedad de unos comportamientos repugnantes. La opinión pública ya ha juzgado
y sentenciado. A su manera. Pero no siempre con la condena electoral de los
inculpados.
En todo caso, es totalmente cierto que la maquinaria de la
Justicia es lenta en ponerse en marcha cuando se trata de investigar
determinadas actuaciones relacionadas con grandes delitos de carácter
económico. Y también es cierto que -una vez se ha puesto en marcha- esta
maquinaria continúa su actuación a un ritmo no demasiado ágil, para ser
benévolos. Hay más de una causa que puede explicar esta lentitud. Y es claro
que esta lentitud va en detrimento del carácter ejemplar y disuasorio que la
justicia penal debe comportar.
Pero no examinaré ahora cuáles son las causas invocadas y
cuáles son las causas reales que motivan este ritmo cancionero de la
Administración de Justicia. Porque aunque fuera posible determinar con toda
exactitud y encontrar un remedio adecuado para eliminarlas, creo que una
Justicia más rápida no bastaría para neutralizar el origen principal de la
corrupción.
Por eso mismo, me parecen insuficientes las propuestas que
parecen atacar el mal de la corrupción política con reformas legales o
institucionales: leyes penales más rigurosas, tribunales más eficientes,
administraciones públicas más controladas, mecanismos de decisión política más
transparentes, etc. etc. No digo que sean propuestas inútiles, aunque algunas son
más retóricas que operativas. Pero pienso -siguiendo la opinión de otros
investigadores de la cuestión- que hay que ir al trasfondo social y cultural
del fenómeno cuando este fenómeno -la práctica de la corrupción- aparece como
relativamente extenso y relativamente bien tolerado por la ciudadanía. Bien
encajado hasta el momento en que la opinión se escandaliza y lo convierte en el
primer -o segundo-problema de la política.
Mirémoslo desde este ángulo, desde la reacción de la
ciudadanía. ¿Por qué la corrupción ha pasado de ser un mal que hay que soportar
como un accidente inevitable a convertirse en una inaceptable agresión política
y moral contra la que hay que reaccionar con mucha prisa y con el máximo rigor?
¿Por qué este cambio tan drástico en la opinión? Que conste que no quiero
quitar importancia al problema de la corrupción. Pero conviene ir un poco más
al fondo de la cuestión si queremos tratarlo seriamente. Oí decir a Maragall
antes de que fuera presidente de la Generalitat una afirmación que los hechos
posteriores han confirmado. Como en otras cuestiones, que nos obligan a un
reconocimiento demasiado diferido de su clarividencia. Decía Maragall que
nuestra sociedad deja de tolerar la corrupción cuando hay otros elementos del
sistema político y económico que fallan o que empiezan a fallar. Es decir, no
es la reacción ante la corrupción la que lleva a la crisis del sistema
político: es al revés.
El escándalo ante la corrupción no sería, por tanto, una
actitud permanente y bien arraigada en nuestra sociedad. Sería una respuesta
desencadenada por un malestar o una insatisfacción generados por otros
componentes de la organización colectiva del país. Si esto es así, hay que
preguntarse si la actual reacción de censura contra la corrupción es bastante
sólida y consistente. Porque podría ocurrir que -una vez restaurados algunos
elementos de la vida política o económica- nos volviéramos a instalar en la
benévola apreciación que una cierta corrupción política es inevitable, humana,
explicable e incluso beneficiosa para la estabilidad de la orden social y
político.
¿Qué debemos hacer, por tanto, para no "recaer" en
la tolerancia ante la corrupción que ya hemos conocido y que no debemos
descartar en el futuro? Porque pienso que el problema verdadero de una sociedad
no es la corrupción sino su falta de reacción -no sólo penal- ante el fenómeno.
Para contestar la pregunta sobre qué hacer, tenemos que poner la corrupción en
relación con las condiciones sociales de fondo que la favorecen y que facilitan
la falta de integridad en los asuntos públicos.
¿Cuáles son estas condiciones sociales de fondo? De acuerdo
con análisis comparados entre países (Uslan, Rothstein), hay una asociación
entre desigualdad económica, desconfianza social y corrupción política.
Situaciones económicas muy desfavorables llevan a la población que las sufre a
experimentar una elevada desconfianza social ya inhibirse de una acción
política en la que se ven impotentes. Muy a menudo, sólo se relacionan con
políticos y funcionarios para obtener su protección a cambio de algún tipo de
prestación, aceptando que aquellos políticos y funcionarios obtengan un
beneficio personal: "roba, pero me protege de una u otra manera".
Esto es lo que ocurre en situaciones de clientelismo clásico -el cacique y el
jornalero- o de clientelismo partidista más moderno -el partido y la empresa
concesionaria-. En este contexto, la corrupción es tolerada porque es vista
como necesaria para obtener un cierto grado de orden y de seguridad personal o
económica.
Por el contrario, en sociedades con un nivel notable de
igualdad económica, los ciudadanos confían más en sus relaciones con los demás,
se comprometen conjuntamente en la acción política y social y se sienten con
fuerza para vigilar los responsables del gobierno o de la administración y
exigirles sin miedo comportamientos de integridad y servicio público. Es normal
entonces la tolerancia cero ante episodios de aprovechamiento personal que en
nuestros países parecen ridículos o de menor cuantía.
Si esta tesis es correcta y existe una asociación entre más
igualdad y más integridad pública, podemos pensar que no basta importar de
otros lugares determinadas instituciones y normas para eliminar la corrupción. Porque
estos productos importados no arraigaran bien si el contexto social no es el
adecuado. Esto significa -desde mi punto de vista- que esforzarse por hacer
reformas penales o administrativas y retroceder en políticas sociales es
contradictorio, cuando no un ejercicio de hipocresía política. Sin avanzar en
políticas sociales -empezando por la educación que "empodera" los
ciudadanos-, una parte no pequeña de la ciudadanía seguirá en condiciones de
dependencia que la sitúan fuera del compromiso político y favorecen el
mantenimiento de prácticas -directas o indirectas- de apropiación de recursos
públicos en beneficio privado.
Volviendo al comienzo. Pronto comenzará un nuevo acto de la
represión judicial contra la corrupción. Contra los que decían que no se
llegaría, comprobaremos que se puede llegar, aunque sea más tarde de lo que
quisiéramos. Pero esto no basta. También debemos procurar que el escándalo
social ante la corrupción no sea un fenómeno pasajero. Tenemos que intentar que
se convierta en una actitud general y permanente, propia de las sociedades
donde la igualdad de condiciones sociales y económicas genera una ciudadanía
comprometida con la integridad pública. Atención, pues, a las políticas que
hacen avanzar o retroceder los niveles de igualdad. Porque en ellas es donde se
juega la batalla más efectiva contra la corrupción.
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