“Son tiempos donde todos están contra todos, donde nadie escucha nadie, tiempos egoístas y mezquinos donde siempre estamos solos” Fito Páez

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miércoles, 7 de marzo de 2012

A propósito de Rouco, la reforma laboral la Hoac, la Joc y la Pastoral Obrera (1)

La desautorización del comunicado de la Hoac y la Joc que el Delegado Diocesano de Pastoral de Trabajo de Madrid había remitido a las parroquias, por orden del Cardenal Rouco, me ha movido, una vez superado el primer momento de indignación, a esta reflexión. El objeto no es tanto valorar un hecho que lo hace por sí mismo, sino explorar las posibles causas, más allá del inmediatismos (para no enfadar a sus amigos del PP, a Rouco no le importó pasar por encima de su delegado de pastoral del trabajo y desautorizarlo, dice un articulista[1]). He de reconocer, que una de las primeras imágenes bíblicas que me vino a la cabeza es la de “Dios endureció el corazón del faraón”; una imagen que en principio valoraba como explicativa de las medidas de recortes y la reforma laboral, pero que me pareció que era extensible a al situación de la Iglesia, no en este caso concreto, sino en acontecimientos que se vienen produciendo últimamente.

Ideas desordenadas, emanadas a borbotones, que constituyen un repaso sobre las posibles causas de conflictividad que despierta la Pastoral Obrera y los movimientos que en ella participan Una visión sin duda subjetiva, marcada por las propias experiencias, pero que considero necesario explicitar por si alguien considera necesario enriquecerlas, criticarlas,…
“Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzaran misericordia”
No me ha extrañado la nota expresando la disconformidad del cardenal Rouco con el comunicado elaborado y difundido por la Hoac y la JOC (Movimientos Especializados de Acción Católica) en el que manifiestan su oposición a la misma, y lo hacen desde el Evangelio, en concreto desde una aplicación de los principios y criterios de la Doctrina Social de la Iglesia.
Y no me extraña porque, desde mi experiencia en la Hoac y ahora en Pastoral Obrera, hace tiempo que vengo observando cómo, cada vez más, las relaciones con la Iglesia se basan más en la burocracia y lo legal que en unas relaciones fruto de la comunión eclesial en la misión. Un  comportamiento que trasluce frialdad y cálculo, y se aleja de las necesidades más sentidas por las personas que habitamos este mundo tan inhumano: los gestos de ternura, de misericordia y de gracia.
Sé que mucha gente hoy rechaza la “misericordia”, pero creo que se debe más al sentido que se le da a esa palabra, como un sentimiento sensiblero y paternalista, que a su verdadero significado que, como vemos en Jesús, va más lejos del sentimentalismo. Se preocupa por las causas de esas situaciones que producen sufrimiento a sus hermanos; se le conmueven las entrañas y eso le lleva a actuar. Jesús nos enseña que la misericordia implica ver al otro como hermano, lo que nos remueve las entrañas y nos mueve a la acción. La misericordia es una fuerza transformadora de Dios.
Esta misericordia podemos verla también en María de Nazaret, en las bodas de Caná, donde muestra su actitud de servicio hacia los demás; con una clara preocupación por las necesidades de los invitados al banquete: ¡están si vino! Hoy, en nuestro contexto del mundo obrero, el comunicado de la Hoac y la Joc significa mirar la realidad con los ojos de Jesús y de María, y exclamar: ¡están sin trabajo! Preocupación que se traslada a Jesús, y al conjunto de la Iglesia.
Tal vez sean los dogmas y legalismos los que impiden ver al cardenal que ese comunicado, como cada uno de los que han ido elaborando los movimientos apostólicos obreros, más allá de lo afortunado o desafortunado de sus expresiones, nace y responde a esas entrañas de misericordia, de ese acercamiento al mundo obrero que sufre, desde el corazón, para luego, juntamente con él, intentar salir de esa situación. No en vano la parábola del hijo pródigo nos muestra como la legalidad (el hijo mayor se comporta conforme a lo legal) puede incapacitar para amar.
Otra parábola, la del buen samaritano, sintetiza el modelo de misericordia que queremos vivir. El sacerdote y el levita encuentran al hombre malherido, sienten lástima por él, pero no actúan para paliar su dolor. El samaritano también siente cómo sus entrañas se conmueven, pero, además, “se acercó, le vendó las heridas (...) lo montó en su cabalgadura, lo llevó al mesón y cuidó de él” (Lc 10,34). Pero no podemos ignorar que este comportamiento es peligroso, en la sociedad y en la iglesia; el propio Jesús misericordioso será el que escandaliza a los poderes de su tiempo: ¡de Nazaret puede salir algo bueno!, es comilón, anda con malas compañías… 
De la misericordia a las tensiones con la autoridad.
Sin duda, las reflexiones traslucen un conflicto latente en torno a la autoridad. Podríamos decir que, dentro de esa crisis de valores que se vive en la sociedad y en la iglesia, asistimos a una crisis de autoridad, una crisis que en un mundo tan individualista como el nuestro tiene que ver con que cada uno sólo cree en su propia autoridad. Pero no es este el motivo principal de controversia sobre la autoridad eclesial. Es más, ese individualismo y relativismo sirven para convencernos más de la necesidad de un cambio de paradigma: la autoridad debe servir para ayudarnos a crecer y caminar juntos, contando con la aportación de todos. Planteamiento que, por otra parte, pone de manifiesto la reflexión acerca del carácter del poder en nuestra sociedad y nuestra iglesia, y lleva a afirmar que si ese poder es necesario, lo es para ponerlo al servicio de los que no tienen poder, de los que no tienen posibilidades.
Insistiendo un poco más en esta idea de la autoridad en la iglesia, hay que constatar otro factor de deterioro, achacable al hecho de una frecuente identificación entre la fe y sus concreciones organizativas y la doctrina. Esto facilita que, en su dinámica interna, se introduzca el “espíritu del mundo”, haciendo que se consideren normales afirmaciones como que desde el poder y la riqueza se puede evangelizar mejor; que si se tienen más recursos se podrá atender mejor a los pobres…
Esta identificación de la fe con sus mediaciones resulta peligrosa, y hace que cuando alguien critica alguna norma (litúrgica, moral…) se le acuse de ir contra la fe y lleva a identificar la crítica de las normas legales con la crítica al Evangelio; la crítica a la jerarquía con la crítica de Jesucristo… Desviaciones que históricamente han demostrado su gravedad, y que llevaron al Concilio Vaticano II a plantearse la necesidad de volver a las fuentes, al Evangelio, y que ahora reaparecen en nuestra iglesia. Algo de esto aflora tras la censura del comunicado de la Hoac y la Joc sobre la reforma laboral. 
La pedagogía de la debilidad frente a fuerza del poder.
La vuelta al Evangelio recomendada por el Concilio conlleva, ineludiblemente, una reconsideración de la autoridad desde una lógica distinta y opuesta a la del poder: la de la debilidad. Dios, cuando actúa, invierte los papeles, la lógica del sistema: “Su poder se ejerce con su brazo, desbarata a los soberbios en sus planes, derriba del trono a los potentados y ensalza a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos” (Lc. 1, 51-53). El pueblo de Dios y nuestra historia de salvación siempre comienza con personas estériles elegidas por Dios: Sara, Ana, Isabel, etc.  Un Dios que hace brotar su pueblo entre las víctimas (Éxodo) para llevar a cabo su plan de salvación a través de la pedagogía de la debilidad.
En Jesús de Nazaret también vemos el rechazó al camino del poder, del dominio, de la fuerza y como utilizó el del servicio, amor, debilidad (Mt.4, 1-10; 20,25-28). Pablo, partiendo de su experiencia, formula dicha ley y pedagogía: “Pues bien, para que no me envanezca, me han clavado en las carnes un aguijón, un emisario de Satanás que me abofetea. A causa de ello rogué tres veces al Señor que lo apartara de mí. Y me contestó: ¡te basta mi gracia!; la fuerza se realiza en la debilidad. Así que muy a gusto presumiré de mis debilidades, para que se aloje en mí el poder del Mesías. Por eso estoy contento con las debilidades, insolencias, necesidades, persecuciones y angustias por el Mesías. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (IICorint.12, 7-10).
Con toda la humildad posible, reconociendo el propio pecado, no podemos dejar de recordar este significado del poder, por más que no resulte agradable, ni sea “políticamente correcto”. 
El discípulo amado: la autoridad y el pueblo.
Otra dimensión interesante para resituar el sentido de la autoridad la encontramos en el Evangelio de Juan, cuando miramos a Pedro que representa la autoridad, y al discípulo amado que representa al pueblo de Dios, y descubrimos que cuando están juntos, Pedro acierta, pero cuando no hace caso al discípulo amado, Pedro se equivoca. El poder, cuando se separa y no tiene en cuenta al pueblo, se equivoca. La jerarquía (y la teología) necesitan dejarse liberar por la gente sencilla, que no sabe de teologías pero tiene “olfato”, otra forma de sabiduría y, hace realidad lo que nos dice Isaías, que son los pobres de Yahvé quienes marcan el camino, nos traen luz y verdad.
Vemos pues la forma en que la autoridad puede quedar liberada de la tentación del poder (equiparada con el demonio en el Evangelio): cuando se relaciona con la gente, con el pueblo, no para enseñar, sino primeramente para escuchar. Luego vendrá la reflexión, el discernimiento, las propuestas...
Pero el problema de fondo no es la autoridad y su ejercicio, sino que tras esa cuestión late un problema de fondo, que va a la raíz: ¿en qué Evangelio, en qué Cristo y en qué Dios creemos? Y no es ésta una cuestión teórica, sino que tiene importantes repercusiones prácticas: si yo creo que el Espíritu Santo está presente en todos, ¿porqué no escucho a todos para saber qué quiere Dios?, ¿porqué no escucho a Dios dónde él se quiere comunicar?... Se trata de problemas de fe y no sólo de formas y estructuras organizativas (democracia, participación…)
Andar por estos andurriales evangélicos agranda la brecha; la prudencia evangélica se impones, perno no basta, el conflicto está latente y estalla cuando menos se espera. 
Iglesia instalada y comprensión del conflicto.
Llegados a este punto tal vez sea conveniente recordar que la vocación de la Iglesia es ser nómada (Abrahán), y que cuando la Iglesia se instala o busca seguridad... se desvirtúa abonándose el terreno a las tentaciones: teniendo poder y dinero evangelizaremos mejor; no importa las alianzas que tengamos que hacer...
Y una iglesia “instalada” también está tentada por otro gran pecado, hoy especialmente grave, como es el de omisión. Un pecado que hace, para los que estamos instalados y participamos del bienestar, muy fácil y cómodo ser cristianos; sobre todo porque la propiedad se ha convertido en un derecho absoluto que prácticamente nadie discute y, por tanto, alejamos y criminalizamos cualquier amenaza a nuestro propio bienestar. Se trata, sin embargo de una comodidad construida sobre un olvido fundamental: que nuestro mundo se sustenta sobre el poder, el tener y el éxito, y que mantenerse en ellos genera violencia, y da lugar a los maltratados, los explotados, los oprimidos..., por más que no nos resulte agradable verlos.
A través de Abrahán Dios nos recuerda la necesidad de salir de nuestra comodidad. Es lo contrario a la instalación, representa la vida en un continuo caminar. Lo único que tiene es que se fía de la palabra de Dios, y nos muestra nuestro gran problema: no nos fiamos de la Palabra de Dios. Nos fiamos más del derecho canónico, de la moral, de las normas... Necesitamos volver a la Palabra de Dios. De ese Dios que elige siempre lo pequeño, lo débil y que hace una promesa: serás padre de un gran pueblo y heredarás la tierra; un Dios que no nos pide ser buenos, sino que creamos, pues muchas veces el querer ser buenos nos lleva a ser egoístas.
Aquí encontramos otra razón de tensiones de los movimientos de la iglesia en el mundo obrero con buena parte de la jerarquía. La comprensión y denuncia de la persistencia del conflicto, y las propuestas de un orden alternativo basado en el amor, la verdad, la justicia y la libertad, que generan muchas resistencias a cualquier cambio, a cualquier cuestionamiento del orden existente. Nuestra experiencia nos dice que es necesario ser lúcidos y valientes para no quedarnos callados y denunciar esta inversión; también para aceptar sus consecuencias.

La forma de situarnos en el conflicto.
El conflicto remite al pecado, también al pecador y a la relación con él, temas escabrosos, que  no siempre quedan resueltos de forma satisfactoria. Hay que amar al pecador, pero el pecado hay que erradicarlo. La liberación de la opresión implica la destrucción del opresor, en cuanto opresor; y esto es una tarea difícil y delicada, particularmente cuando nos movemos en el mundo obrero, en la cima del conflicto capital – trabajo, pero que no puede ser abandonada por amor a los oprimidos.
Por amor hay que acoger al pecador, perdonarle, pero dicho amor implica también estar dispuesto a imposibilitarle sus frutos deshumanizantes para los otros y para sí mismo. El amor a los enemigos no significa que no se tengan, ni significa que se niegue que son enemigos, ni quiere decir que se eviten conflictos, ni que no debamos entrar en confrontación con ellos, ya que pudiera ser que tales hechos sean el único camino eficaz para combatir las situaciones, para derribar a los ídolos de la muerte de sus tronos. Los que mantienen una situación generadora de sufrimiento injusto, son enemigos de todos. Por eso, la única forma de amar a todos, incluidos a los enemigos, es comprometerse en la lucha para derribar el sistema que crea enemigos. Éste parece que fue el talante de Jesús: ama a los oprimidos estando con ellos, y ama a los opresores estando contra ellos. De esta forma Jesús es para todos.
Por otra parte, somos conscientes de que hacen falta grandes proyectos a largo plazo (utopía del reino) para superar la pasividad que genera la instalación, y que nos permitan dar pasos a un nuevo tipo de persona, de sociedad, de iglesia... Y sabemos que en esta tarea es muy difícil no “mancharse”, más cuando nos encontramos en un mundo dividido y roto, en el que aparecen por una parte los pobres, por otra los ricos y, en medio una enorme “tierra de nadie”, de personas e instituciones insensibles a las injusticias, encerradas en una neutralidad que no es sino una forma de defender nuestro bienestar, contra los pobres, y a favor de los ricos.
No es el camino de la Pastoral Obrera situarse en esa zona de comodidad, evitando enfrentamientos y tensiones, para no molestar a los poderosos, pues esa actitud en el fondo significa abandonar y condenar a los pobres a su exclusión. Hoy sigue siendo real esa afirmación de Helder Cámara: "Si doy comida a los pobres, me llaman santo. Si pregunto por qué los pobres no tienen comida, me llaman comunista". Por eso, el estilo pastoral propio de los movimientos encarnados en el mundo obrero no siempre es bien acogido ni entendido; por eso muchas veces somos condenados como “rojos”, como poco espiritualistas y excesivamente políticos, sin tener en cuenta que la peor política es la aceptación pasiva y sumisión al orden establecido.  

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