Junto al drama de los refugiados y migrantes la realidad
viene marcada por las elecciones catalanas, convertidas en plebiscitarias
acerca de su posible independencia del estado español. Pero no hay color; la realidad
de los inmigrantes indigna y mueve a la compasión (pasión-con) y la
solidaridad. Por el contrario, ese olor de las elecciones catalanas me produce nauseas.
Me asquean los procesos electorales (y preelectorales),
porque lejos de ofrecerse razones y argumentos, se abusa de argumentarios
ideológicos que enmascaran y desvirtúan la realidad; y no sólo por los líderes políticos,
sino sobre todo por los medios de comunicación que presumen de independientes.
Al final, mentiras sobre mentiras que tratan de embaucar a los ciudadanos,
En el caso de las elecciones en Catalunya me sienta
especialmente mal que se desvirtué el sentido de la democracia y de la utopía:
presentar el nacionalismo (sea español, sea catalán) como la panacea para
solucionar los problemas; proclamas defendidas, para más inri, por quienes han pisoteado
la democracia hasta convertirla en moribunda: corrupción, recortes de derechos
y libertades; involución en los derechos sociales… Los nacionalismos no son
ninguna solución; son la coartada para seguir reproduciendo democracias de baja
intensidad, cuando no políticas totalitarias.
Entiendo que la solución a los problemas pasa por aumentar
la autogestión y el autogobierno desde abajo, promoviendo cultura y conciencia
crítica y alternativa, conquistando espacios de libertad… Por eso me duele ver
a tantas personas comprometidas en la lucha por la libertad, embarcadas en la
vieja aventura burguesa del estado nación (catalán o español) y hacerlo de la
mano de las principales fuerzas afectadas por la corrupción en nuestro país, y
en el marco de un complejo proceso de globalización mundialización.
No quiero negar que frente a esa globalización, la defensa
de las identidades (no sólo las nacionales) se convierte en un objetivo de
primer orden; pero en un objetivo que sólo puede alcanzarse en el marco de un
nuevo escenario político, que requiere de la imaginación, pero que sus líneas
básicas pasan por reinventar las formas de convivencia; por una nueva política
dónde el peso y la fuerza no esté en los estados sino en los ciudadanos.
La referencia inicial a los refugiados e inmigrantes viene
bien para explicar la diferencia entre la vieja y la nueva política: las viejas
políticas nacionalistas buscan establecer fronteras diferenciadoras y
excluyentes, la realidad de los nuevos nómadas acaba siendo vista con recelos y,
convirtiéndolos en nuevos chivos expiatorios.
Espero,
fervientemente, que la nueva política sea capaz de abrirse paso entre el ondear
de tanta bandera de trapo que oculta el dolor y el sufrimiento de tantas
personas, que son los “otros”, los extranjeros, con los que no nos queremos
relacionar. Una nueva política que no sea reproducir a escala, más chica o más
grande, una democracia limitada que sirva de protección a los intereses m
industriales, mercantiles o financieros de los grandes poderes de este mundo;
una verdadera democracia participativa, en la que el sujeto seamos los ciudadanos.
Estoy convencido que el camino no es independencia si o
independencia no; que es un debate que le gusta a las burguesías, pues en él
encuentra aliados que van supeditando sus reivindicaciones transformadoras a un
ideal que les aliena y subyuga.
El reto hoy no es dividir, sino unir; construir un hogar
universal que respete las diferencias; pero las palancas del cambio hay que buscarlas
en otros lugares y en otras formas de hacer política. El cambio se construye de
abajo hacia arriba; y cualquier intento de trasformar la realidad desde arriba,
es una nueva forma de prolongar la dominación ideológica, la opresión política
y la explotación económica, en el fondo, verdaderos objetivos de las democracias
representativas.
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