Siguiendo la noche electoral me sorprende la similitud entre quienes defendiendo el independentismo decían haber ganado las elecciones (Junts pel Si), y quienes defendiendo la permanencia (Ciudadanos) se consideraban los triunfadores en mantener la unidad de la nación.
Y ambos lo hacían ondeando banderas rojas y amarillas, don
distinto número de barras, y coreando los unos su independentismo, los otros su
nacionalismo (soy español, español…). La identidad tribal como factor
diferenciador y definidor o, como diría la sabiduría popular, los mismos perros
con distintos collares.
Y todo ello en un contexto dónde millones de emigrantes y
refugiados están llamando a unas puertas que cerramos a cal y canto; y que a penas
abrimos para pequeños gestos estéticos. Resulta grotesco e inmoral ese ondear de
banderas a orillas de un Mediterráneo convertido en un mar de muerte.
Flamear de banderas en el marco de una globalización
económica y mercantil y que ha hecho que la globalización de la solidaridad sea
uno de los primeros grandes retos de la humanidad para sobrevivir.
Espectáculo burlesco y lleno de contradicciones pues no solo
pierde de vista la dinámica global de la sociedad y que nos ha conducido a un
momento de auténtica ruptura económica, política y cultural… amenazas que se
ven agravadas por el hecho de que la vida de cada habitante del planeta está
ligada a decisiones tomadas fuera de su país y sobre las que apenas tiene influencia.
Una globalización, pues, que plantea la exigencia ineludible de construir el
hombre y la mujer mundial, universal.
Frente a ello, asistimos a una ceguera e inmediatismo que se
manifiesta en unas y otras banderas: los unos, convertidos en amalgama
ideológica, incapaces de poder encontrar respuestas a los problemas concretos e
inmediatos; los otros, queriendo lograr la cuadratura del círculo: liberalismo
económico feroz y agresivo y rostro social, que no oculta sus tintes xenófobos,
como ocurre con todo nacionalismo, sea del signo que sea.
Banderas que, más allá de trasnochadas etiquetas
ideológicas, rinden culto a la gran idolatría de la globalización de los
mercados y que pone de manifiesto algunas contradicciones que tendremos que
superar para avanzar en ese otro mundo posible:
- d el egoísmo contra la solidaridad
- del individualismo contra la colectividad
- del mercado contra el estado
- del sector privado contra los servicios públicos
Y, ciertamente, hay muchos ciudadanos y ciudadanas que piensan
que otro mundo es posible, fundamentado en una economía más solidaria, en una
nueva visión del trabajo humano, en un desarrollo más sostenible… que sitúen a la
persona, y no las banderas o las ideas, en el centro. Otro mundo que reclama una
nueva generación de derechos, nacionales e individuales que interesaban a la
burguesía capitalista, sino derechos colectivos y universales: derecho a la
paz, a una naturaleza preservada, derecho a la ciudadanía, a una información
“no contaminada”… que sólo pueden lograrse eliminando barreras y fronteras, difícilmente
estableciendo nuevos límites y divisiones .
Trato de buscar explicaciones para el comportamiento de ese
gran número de catalanes que colocaron la bandera por delante de la solidaridad
requerida, y tan solo encuentro una razón: la psicología de masas, aquella que aparece
detrás de los más nefastos acontecimientos históricos, y que convierte a las
personas en analfabetas emocionales. Una situación que llevó a un colapso moral, que hizo que la población no se
hiciera responsable de las consecuencias de sus decisiones, de su banalidad, de
su indiferencia.
Banderas, ideologías, idolatrías… la verdadera cuestión
moral es qué responsabilidad tenemos en que determinadas estructuras perduren y
qué podemos hacer para sustituirlas por otras.