Ya no es por lo tanto a los hombres a los que me dirijo, es
a ti, Dios de todos los seres, de todos los mundos y de todos los tiempos: si
está permitido a unas débiles criaturas perdidas en la inmensidad e
imperceptibles al resto del universo osar pedirte algo, a ti que lo has dado
todo, a ti cuyos decretos son tan inmutables como eternos, dígnate mirar con
piedad los errores inherentes a nuestra naturaleza; que esos errores no sean
causantes de nuestras calamidades.
Tú no nos has dado un corazón para que nos odiemos y manos
para que nos degollemos; haz que nos ayudemos mutuamente a soportar el fardo de
una vida penosa y pasajera; que las pequeñas diferencias entre los vestidos que
cubren nuestros débiles cuerpos, entre todos nuestros idiomas insuficientes,
entre todas nuestras costumbres ridículas, entre todas nuestras leyes
imperfectas, entre todas nuestras opiniones insensatas, entre todas nuestras
condiciones tan desproporcionadas a nuestros ojos y tan semejantes ante ti; que
todos esos pequeños matices que distinguen a los átomos llamados hombres no
sean señales de odio y persecución; que los que encienden cirios en pleno día
para celebrarte soporten a los que se contentan con la luz de tu sol; que
aquellos que cubren su traje con una tela blanca para decir que hay que amarte
no detesten a los que dicen la misma cosa bajo una capa de lana negra; que dé
lo mismo adorarte en una jerga formada de una antigua lengua o en una jerga más
moderna; que aquellos cuyas vestiduras están teñidas de rojo o violeta, que
mandan en una pequeña parcela de un pequeño montón de barro de este mundo y que
poseen algunos fragmentos redondeados de cierto metal, gocen sin orgullo de lo
que llaman grandeza y riqueza y que los demás los miren sin envidia: porque Tú
sabes que no hay en estas vanidades ni nada que envidiar ni nada de que
enorgullecerse.
¡Ojalá todos los hombres se acuerden de que son hermanos!
¡Que odien la tiranía ejercida sobre sus almas como odian el
latrocinio que arrebata a la fuerza el fruto del trabajo y de la industria
pacífica!
Si los azotes de la guerra son inevitables, no nos odiemos,
no nos destrocemos unos a otros en el seno de la paz y empleemos el instante de
nuestra existencia en bendecir por igual, en mil lenguas diversas, desde Siam a
California, tu bondad que nos ha concedido ese instante.
Voltaire, "Tratado sobre
la Tolerancia" capítulo XXIII