“Son tiempos donde todos están contra todos, donde nadie escucha nadie, tiempos egoístas y mezquinos donde siempre estamos solos” Fito Páez

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martes, 27 de septiembre de 2016

Igualdad y corrupción

Traducción libre del artículo de Josep Maria Vallès. Catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona, aparecido en la revista Treaball (http://revistatreball.cat/igualtat-i-corrupcio/)
Con el nuevo año judicial se pondrá en marcha la última fase de algunas causas importantes sobre corrupción política que han marcado los últimos años. Es una fase de conclusión que llega con mucho retraso desde la perspectiva de una ciudadanía que desconfía de los mecanismos judiciales y que interpreta esta lentitud como una táctica deliberada para pasar por alto la gravedad de unos comportamientos repugnantes. La opinión pública ya ha juzgado y sentenciado. A su manera. Pero no siempre con la condena electoral de los inculpados.
En todo caso, es totalmente cierto que la maquinaria de la Justicia es lenta en ponerse en marcha cuando se trata de investigar determinadas actuaciones relacionadas con grandes delitos de carácter económico. Y también es cierto que -una vez se ha puesto en marcha- esta maquinaria continúa su actuación a un ritmo no demasiado ágil, para ser benévolos. Hay más de una causa que puede explicar esta lentitud. Y es claro que esta lentitud va en detrimento del carácter ejemplar y disuasorio que la justicia penal debe comportar.


Pero no examinaré ahora cuáles son las causas invocadas y cuáles son las causas reales que motivan este ritmo cancionero de la Administración de Justicia. Porque aunque fuera posible determinar con toda exactitud y encontrar un remedio adecuado para eliminarlas, creo que una Justicia más rápida no bastaría para neutralizar el origen principal de la corrupción.

Por eso mismo, me parecen insuficientes las propuestas que parecen atacar el mal de la corrupción política con reformas legales o institucionales: leyes penales más rigurosas, tribunales más eficientes, administraciones públicas más controladas, mecanismos de decisión política más transparentes, etc. etc. No digo que sean propuestas inútiles, aunque algunas son más retóricas que operativas. Pero pienso -siguiendo la opinión de otros investigadores de la cuestión- que hay que ir al trasfondo social y cultural del fenómeno cuando este fenómeno -la práctica de la corrupción- aparece como relativamente extenso y relativamente bien tolerado por la ciudadanía. Bien encajado hasta el momento en que la opinión se escandaliza y lo convierte en el primer -o segundo-problema de la política.

Mirémoslo desde este ángulo, desde la reacción de la ciudadanía. ¿Por qué la corrupción ha pasado de ser un mal que hay que soportar como un accidente inevitable a convertirse en una inaceptable agresión política y moral contra la que hay que reaccionar con mucha prisa y con el máximo rigor? ¿Por qué este cambio tan drástico en la opinión? Que conste que no quiero quitar importancia al problema de la corrupción. Pero conviene ir un poco más al fondo de la cuestión si queremos tratarlo seriamente. Oí decir a Maragall antes de que fuera presidente de la Generalitat una afirmación que los hechos posteriores han confirmado. Como en otras cuestiones, que nos obligan a un reconocimiento demasiado diferido de su clarividencia. Decía Maragall que nuestra sociedad deja de tolerar la corrupción cuando hay otros elementos del sistema político y económico que fallan o que empiezan a fallar. Es decir, no es la reacción ante la corrupción la que lleva a la crisis del sistema político: es al revés.

El escándalo ante la corrupción no sería, por tanto, una actitud permanente y bien arraigada en nuestra sociedad. Sería una respuesta desencadenada por un malestar o una insatisfacción generados por otros componentes de la organización colectiva del país. Si esto es así, hay que preguntarse si la actual reacción de censura contra la corrupción es bastante sólida y consistente. Porque podría ocurrir que -una vez restaurados algunos elementos de la vida política o económica- nos volviéramos a instalar en la benévola apreciación que una cierta corrupción política es inevitable, humana, explicable e incluso beneficiosa para la estabilidad de la orden social y político.

¿Qué debemos hacer, por tanto, para no "recaer" en la tolerancia ante la corrupción que ya hemos conocido y que no debemos descartar en el futuro? Porque pienso que el problema verdadero de una sociedad no es la corrupción sino su falta de reacción -no sólo penal- ante el fenómeno. Para contestar la pregunta sobre qué hacer, tenemos que poner la corrupción en relación con las condiciones sociales de fondo que la favorecen y que facilitan la falta de integridad en los asuntos públicos.

¿Cuáles son estas condiciones sociales de fondo? De acuerdo con análisis comparados entre países (Uslan, Rothstein), hay una asociación entre desigualdad económica, desconfianza social y corrupción política. Situaciones económicas muy desfavorables llevan a la población que las sufre a experimentar una elevada desconfianza social ya inhibirse de una acción política en la que se ven impotentes. Muy a menudo, sólo se relacionan con políticos y funcionarios para obtener su protección a cambio de algún tipo de prestación, aceptando que aquellos políticos y funcionarios obtengan un beneficio personal: "roba, pero me protege de una u otra manera". Esto es lo que ocurre en situaciones de clientelismo clásico -el cacique y el jornalero- o de clientelismo partidista más moderno -el partido y la empresa concesionaria-. En este contexto, la corrupción es tolerada porque es vista como necesaria para obtener un cierto grado de orden y de seguridad personal o económica.
Por el contrario, en sociedades con un nivel notable de igualdad económica, los ciudadanos confían más en sus relaciones con los demás, se comprometen conjuntamente en la acción política y social y se sienten con fuerza para vigilar los responsables del gobierno o de la administración y exigirles sin miedo comportamientos de integridad y servicio público. Es normal entonces la tolerancia cero ante episodios de aprovechamiento personal que en nuestros países parecen ridículos o de menor cuantía.

Si esta tesis es correcta y existe una asociación entre más igualdad y más integridad pública, podemos pensar que no basta importar de otros lugares determinadas instituciones y normas para eliminar la corrupción. Porque estos productos importados no arraigaran bien si el contexto social no es el adecuado. Esto significa -desde mi punto de vista- que esforzarse por hacer reformas penales o administrativas y retroceder en políticas sociales es contradictorio, cuando no un ejercicio de hipocresía política. Sin avanzar en políticas sociales -empezando por la educación que "empodera" los ciudadanos-, una parte no pequeña de la ciudadanía seguirá en condiciones de dependencia que la sitúan fuera del compromiso político y favorecen el mantenimiento de prácticas -directas o indirectas- de apropiación de recursos públicos en beneficio privado.


Volviendo al comienzo. Pronto comenzará un nuevo acto de la represión judicial contra la corrupción. Contra los que decían que no se llegaría, comprobaremos que se puede llegar, aunque sea más tarde de lo que quisiéramos. Pero esto no basta. También debemos procurar que el escándalo social ante la corrupción no sea un fenómeno pasajero. Tenemos que intentar que se convierta en una actitud general y permanente, propia de las sociedades donde la igualdad de condiciones sociales y económicas genera una ciudadanía comprometida con la integridad pública. Atención, pues, a las políticas que hacen avanzar o retroceder los niveles de igualdad. Porque en ellas es donde se juega la batalla más efectiva contra la corrupción.